Revolución feminista y políticas de lo común frente a la extrema derecha – María Eugenia Rodriguez-Palop

María Eugenia, pisciana, es una jurista española, profesora de Filosofía especializada en Derechos Humanos. Te comparto aquí algunas líneas de su Revolución.

La naturalización de la violencia. Cásate, sé sumisa y ya verás como no te matan.

Dicen que las víctimas de violencia machista sufren una merma considerable de su autoestima y suelen desnaturalizar la violencia de la que son objeto. Se avergüenzan y hasta se sienten culpables por el maltrata que padecen. La soledad y el aislamiento al que se ven sometidas las bloquean emocionalmente y las inmovilizan. La violencia machista es un signo de la opresión estructural que sufren las mujeres por el solo hecho de serlo; una opresión que funciona gracias a autores, cómplices y encubridores, y que la gente se empeña en desconectar de los casos particulares, como si tales casos fueran únicamente desviaciones excepcionales en un mundo perfectamente igualitario. Habitualmente se obvia que los casos de violencia de género suelen ser el fruto de una violencia cotidiana, generalmente psicológica y sexual, que surge en un contexto de miedo, control y poder, y que el proceso probatorio no puede dejar la condena en las exclusivas manos de las víctimas. Machacadas como están, el calvario judicial forma parte de la misma estructura asfixiante y patriarcal de la que tanto les ha costado salir, y cuando logran superar el aislamiento en el que han vivido enterradas, el proceso viene a revictimizarlas.

Resulta increíble que en España algunos jueces hayan llegado a exigir que la mujer acredite que la conducta agresora presenta rasgos distintivos de discriminación por razón de sexo. O sea, que existe una relación de dominación machista reiterada. ¿Cómo se demuestra eso? ¿Por qué no es suficiente que existan antecedentes acreditados de agresión? ¿Y si hablamos de violencia psicológica o sexual? Esta es una prueba que ni siquiera está contemplada en la Ley de Violencia de género y que nuestro código penal no ha exigido nunca en el ámbito e violencia física habitual en el espacio doméstico. Así que no resulta extraño que para muchas sea más fácil recalcular, no denunciar, renunciar a la denuncia o, simplemente, desnaturalizar la violencia de la que son objeto, aunque después se las señale como cobardes o enfermas.

A esta situación ha contribuido, sin duda, la educación religiosa arbitrada por la Iglesia católica, que se ha dedicado con entusiasmo a la formación de esclavas en y para el Señor. La iglesia ha contribuido a normalizar las relaciones amorosas marcadas por el sometimiento y la dependencia de las mujeres. En estas relaciones, la dominación psicológica, económica y sexual del varón sobre la mujer es un signo de estabilidad, amor verdadero y proyecto en común, de modo que solo las continuas agresiones físicas pueden considerarse violencia. La violación, cómo tal, no se considera violencia, si sucede dentro del «matrimonio»; de hecho solo está tipificado como delito en 54 países del mundo. En fin, la violencia habitual que sufren las mujeres se oculta tras la estandarización del control y el poder del varón, de manera que ellas no llegan siquiera a identificar el riesgo; animales cuya domesticación consiste en interiorizar el dolor y en desactivar las alarmas para que finalmente el temor y el miedo ya no puedan salvarles. La iglesia maneja estos mitos del patriarcado en sus escuelas subvencionadas, y hay gobiernos que normalizan introduciendo la religión católica como un mecanismo de adoctrinamiento en los programas escolares. La relegación de las mujeres como ángeles del hogar resulta rentable porque crea un lastre estabilizador contra la volatilidad de la economía y mitiga el potencial conflicto que mantiene oculto la estrategia de las esferas separadas.

Por supuesto, lo demás tampoco ayuda. Son multitud los mensajes sociales y familiares que animan a las mujeres a gestionar de forma privada «sus conflictos de pareja» y que las socializan con la asunción de la violencia psicológica, el control y los celos, como ingredientes habituales del auténtico amor. No hay más que leer un par de cuentos infantiles para constatarlo. Desde bien pequeñas, las niñas se debaten entre figuras femeninas debilitadas, malvadas madrastras, madres ausentes o muertas, padres protectores y novios salvadores. La figura del varón emerge heroica para rescatarla de la vida inconsciente que representa para ellas el sueño eterno y a la que parecen estar llamadas por su propia naturaleza.

En fin, la desnaturalización de la violencia machista por parte de sus víctimas es uno de los éxitos más visibles de la alianza criminal que se ha forjado entre las iglesias, el sistema productivo y según que políticas de gobierno.

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